martes, 3 de septiembre de 2013

"Solo unos segundos"




          Una última mirada atrás hacia la puerta, solo unos segundos. En el cristal el reflejo de su cuerpo duplicado, dentro y fuera, fuera… El sol estalla en el asfalto de la carretera y en su cabeza y ella se pierde entre los coches que se la cruzan de frente y el sonido de bocinas que se alejan. Un día como otro cualquiera que no tiene nada de especial, nada diferente. Las pequeñas tiendas del barrio cuentan las horas y las abuelas compran el pan y quizá unos huevos, apretando las monedas devueltas, escondiéndolas muy adentro. En las plazoletas el polvo ensucia las caras de los niños cuando juegan. Ese mismo polvo que se estancará después en los salones de las casas y que unas manos barrerán hasta el momento en que vuelva a acumularse para siempre. Las bocinas ya no suenan, son solo un eco de lo que pasó, de lo que muchas veces pasará. ¿Cuántas manos hacen falta para barrer el polvo acumulado en la memoria? Y de repente todo se vuelve blanco y solo existe el calor del asfalto que quema sus entrañas. “Se ha desmayado”. Una última mirada hacia un coche que se va, solo unos segundos.
     
          Hoy es el día. Las persianas están bajadas y la maleta está junto a la puerta. Acurrucada en el sofá, ella simplemente espera y cada segundo que pasa es una estrella que se desintegra y se convierte en ceniza. Cada una de ellas es un músculo que se dilata en su cuerpo, una lágrima que se funde en el mar y mancha sus rodillas. Hasta el momento en que ya no queda ninguna. Entonces todo es un vacío oscuro que la mece con una rara tranquilidad.
          En pocos minutos la puerta se cerrará, para siempre. Solo quedará el silencio, como una losa, que sepultará los llantos y risas de los niños corriendo por la casa, los gritos bañados en lágrimas, el éxtasis de los orgasmos mezclados con el miedo y la culpabilidad. Sostiene la carta con una mano mientras se mira en el espejo del cuarto de baño. ¡Si tan solo fuese posible ir hacia atrás en el tiempo! Se habría arrastrado por el suelo, rasgado sus vestiduras, abierto puertas pidiendo clemencia. Hubiera gritado en medio de una plaza abarrotada “¡Solo quiero una segunda oportunidad! ¡Necesito ayuda!”. ¿Pero hubiera servido para algo? Un grito mudo en medio de una inmensidad de rostros que contienen miles de gritos ajenos, asimilados, que nunca llegan siquiera a nacer. No, no hubiera servido para nada.
          Al sonar el timbre de la puerta de su boca sale un grito y su cuerpo se paraliza. Resbalando de entre los dedos, la carta cae al suelo, encima de los cristales. Todo ha terminado… El mundo se ha parado y ya nada existe ni existirá. Cinco metros, un pasillo, una maleta y una puerta cerrada, detrás de la cual quedará la certeza de un comienzo que nunca empezará. Y odio. Un odio desconocido que se agiganta en pocos segundos hasta explotar, que ahora sale a borbotones.
          Varios pasos lentos y seguros la llevan a la cocina. Con los ojos cerrados, puede oír en el silencio las voces de los niños correteando por el pasillo y el salón. Abre el cajón y agarra un cuchillo. “Todo se ha acabado”. El filo avanza hacia la puerta cuando se escucha de nuevo el timbre. “Para siempre”. La mano izquierda coge el pomo, lo gira y lo lanza hacia atrás con fuerza, mientras el cuchillo se pierde delante y entra y sale, entra y sale, entra y sale hasta que el cuerpo cae a sus pies. El rojo se expande hasta llenar su casa, las escaleras, el vestíbulo, todo el universo. Y fuera ya nunca habrá nada. Una última mirada atrás hacia la puerta, solo unos segundos. En el cristal el reflejo de su cuerpo duplicado, dentro y fuera, fuera… Sol, coches, bocinas… blanco.

          - Estoy embarazada - su voz salió sin darse cuenta, antes de que hubiera tomado la decisión de decirlo. Enfrente, él llenaba el vaso de nuevo y la miró fijamente, sentándose en una silla.
          - Estarás de broma…
          - No. Llevaba días queriendo decírtelo pero no era capaz – él apuró su copa y la llenó de nuevo. Después solo hubo silencio.
          - No quiero tenerlo. No podemos tenerlo.
          - Lo sé – dijo ella sintiendo enrojecer sus ojos hasta que se llenaron de lágrimas. Volvió a ver las pequeñas manitas aferradas a las suyas y a sentir cómo se desprendían. “Mamá ¿a dónde vamos?”, “¿Por qué nos hacéis esto?”, “Nos os preocupéis, niños, volveréis pronto. Mamá y papá os quieren”. Una mirada hacia un coche que se va…  – Pero tal vez todo cambie. Quiero pensar que aún es posible que todo vuelva a ser normal.
          - Eso es imposible ¿Es que piensas que va a venir un ángel de la guarda para salvarnos? Deja las gilipolleces. Tú estás tonta…
          - Tú tienes la culpa – bajó la mirada hacia el suelo. El polvo acumulado había creado una fina capa. Cuando él se levantó, furioso, las diminutas partículas siguieron la estela de sus pasos. – Y yo también la tengo. Todos la tenemos. ¿Por qué hemos cambiado tanto? - A su cabeza vino aquella imagen. Ese cuerpo tirado en la acera, apoyado contra la pared, con los ojos cerrados y extendiendo una mano temblorosa hacia las filas de personas que se cruzaban. Se quedó mirándolo un instante y siguió su camino. Al día siguiente compró una barra de pan de más, pero en la pared ya no había nadie. – A veces pienso que todos nos merecemos lo malo que nos pasa.
          - ¡Déjame ya con tus tonterías! – agarró un plato y lo tiró al suelo, haciéndose añicos. – Tienes que abortar. Elije: o él bebé o nosotros. Nada más puedo hacer y estoy hasta los cojones de aguantar tanta mierda ¿es que no lo entiendes?
          - No me hagas esto… ¡Te odio! – los platos reventaron contra el suelo, levantando el polvo, hasta que ya no quedó ninguno. – No te vayas, no quiero estar sola mañana. No podría aguantarlo.
          - Ya da igual – dijo él abriendo la puerta. – Todo se ha acabado… Para siempre. – y la puerta se cerró.

          Al salir de la oficina saludó a la limpiadora que entraba, “¡Buenos días!”; y ella le correspondió con otro buenos días y una sonrisa. Miró su reloj, el papel en el que tenía la dirección y se dirigió hacia el coche. Justo al lado, en la acera, un chiquillo lloraba.
          - ¿Qué te pasa chiquitín?
          - He matado a un pajarito. ¡Solo quería jugar con él!
          - No pienses en eso, no importa. Busca otro pajarito y cuídalo.
          - Pero ¿y su mami, su papi y sus hermanos? Ya nunca serán felices. ¡Quiero ayudarles a ellos! – dejó de llorar y sus ojos se iluminaron.
          - Ellos lo olvidarán con el tiempo. No todos los seres pueden ser felices.
          El chico quedó en la acera pensativo mientras él subía al coche y arrancaba. Se imaginó al pajarillo muerto tirado en el asfalto mientras sus padres lo buscaban cerca del nido. Tal vez un par de días, o quizá tres. Después todo volvería a su curso. Sus hermanos reclamarían el alimento y los papis irían a buscarlo. O quién sabe, a lo mejor siempre habría una porción de más para el hueco vacío en el nido.
          El sonido de una bocina le despertó de sus pensamientos. Aparcó el coche al lado de una tienda. Cogió la carta que había escrito y la leyó orgulloso: “Por la presente le comunicamos que la ejecución hipotecaria que recaía sobre su vivienda, hoy 8 de agosto, por las deudas que arrastraban con nuestra entidad, ha sido anulada y que, por tanto, no van a ser desahuciados. Rogamos pasen estos días por nuestras oficinas para formalizar la dación en pago con extinción de deuda y el alquiler social”.
          Subió las escaleras contento y se acordó del pajarillo mientras llamaba al timbre. Hacía tiempo que en casa venían necesitando una limpiadora. Su mujer pasaba gran parte del día fuera trabajando y él casi siempre estaba en la oficina. “Le voy a ofrecer a ella que trabaje en casa”. Llamó al timbre por segunda vez. “Es lo menos que puedo hacer”. “Pobres pajarillos. Si se caen del nido necesitan que alguien les ponga dentro de nuevo. ¿Y si nadie llega?”. Unos segundos y la puerta se abre de golpe… solo unos segundos.

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