Sé que dirías que ese nunca puede ser un final, que el suicidio es el camino más corto hacia la nada, que así ya nunca podrán ser posibles el arrepentimiento y el Cielo. Lo sé. Pero no me importaba, porque ya no comprendía dónde estabais.
La habitación se había convertido para mí en un sordo y estremecedor aullido, en un sepulcro abierto y vacío. A la luz de la vela, con sus sombras ondulantes, cada anochecer era una guadaña negra afilada de llanto, una invitación de baile eterno con el sueño. Y es que siempre en la esquina el corazón dejaba de latir. El lecho de paja me extendía vuestros brazos y yo quería cruzar ese umbral, acabar con el horror y conocer la verdad.
Anoche vi el infierno, y no era más que una luna de fuego frío abrasadora. Su luz iluminó la súplica de tus ojos mientras sus manitas inmóviles, las tuyas y la cruz erais uno para siempre. Presencié las tormentas en el cementerio y cómo la cajita de madera se fundía con la tierra.
Varé en el espanto de tu limbo, en aquel confuso lugar sin purificación que os arrastró a los dos. Intenté nadar sin fuerzas, extenuado, guiado por las plegarias de tu voz ante la esperanza de un Cielo abierto para tus entrañas, por la misericordia de un ente todopoderoso y justo. Pero me ahogué en el lecho, cerrándote los párpados. Me hundí en el odio y en el miedo y olvidé.
Sin embargo anoche recordé. Subido a la silla y abrazado a la cuerda en la garganta, un martillazo de vida trituró las cadenas. Solo fueron una palabra, “dada”, y unas risitas de ángel desnudo sin alas. Jugueteaba con mi zapatilla tumbado en la paja y miraba hacia el techo con felicidad. Desaté la soga, bañé su cuerpo en la calidez de mis lágrimas y por fin os encontré.
Anoche salí del infierno, acabé con la oscuridad, descubrí que siempre estaríais aquí.
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